Y murió… Y yo morí con él…

Mucho ji ji ji y mucho ja ja ja, pero la cuestión es que así sin comerlo ni beberlo murió sin preaviso, en un lamentable accidente, mi teléfono móvil murió harto de ir de mano en mano, agobiado con tanto click proveniente de regordetes e infantiles dedos pringados de gusanitos y chocolate.

Y al verlo hecho añicos, con su pantallita resquebrajada, mi corazón se encogió en un gesto empático. Aún le quedaba un halo de vida y lo acuné durante tres días mientras murmuraba lo que era y en lo que se había quedado, leyendo a bizqueos, intuyendo las palabras descuartizadas entre grieta y grieta.

Decidí separarme de él por su bien, para que se recuperase, y ahí sí que morí con él: veinticuatro horas de sufrimiento, de ansiedad. Necesitaba sentir su tacto en mis manos.

¿Y el reencuentro? ¡Oh, dios! Tan, tan, tan perfecto como el día en que nos conocimos. El tiempo pasaba como en cámara lenta, una aureola luminosa lo envolvía y los ángeles tocaban sus arpas celestiales.

Resumiendo, que ya vuelvo a ser persona, de esas con sus memes, sus fotos, sus conversaciones insustanciales por WhatsApp y megas, muchos megas.