Tañen las campanas

Tañen las campanas: dong, por papá. Suspiro. Dong, por mamá. Miro hacia el pequeño punto de luz. Dong, por Josele, mi hermano mayor. Cae la primera lágrima. Dong, por Miguel, el pequeño de la casa. Escondo la cara entre las rodillas.

La fría iglesia estará repleta. Siempre hemos sido una familia querida por el pueblo. Papá siempre se dedicaba en cuerpo y alma a la salvación de sus pacientes.

Casi puedo escuchar el murmullo de los feligreses rezando por sus almas. Las alcahuetas, siempre bajo la posesión de su verdad, ya estarán rumiando sus propias conclusiones, Isabel seguro que es una de ellas.

La peste, dirán muchos. El cura así lo explicará. Pobre Jacinto, siempre rodeado de muerte, siempre atento y preocupado, y al final llevó la enfermedad a su propia casa. Una tragedia. Y rezarán un padrenuestro por sus almas.

No se los llevó la peste. Yo lo sé. No, no quiero recordar lo que sucedió. Llevo dos días escondida en esta maldita cueva. El silencio, solo interrumpido por el cling que provoca la gota que resbala por la roca cada pocos segundos, me asfixia.

Y la sombra vuelve a aparecer en mi memoria. Ella se los llevó. A todos. Una sombra amorfa, negra como el carbón, con unos largos tentáculos abrazó a cada uno de mis seres queridos. Ni un grito salió de sus gargantas. En cambio, ese ser, reía a carcajadas mientras se llevaba el último aliento de cada uno de ellos.

La siguiente debería haber sido yo, pero me miró, o eso creo, y movió uno de sus miembros, que reconocí como un dedo y lo movió, como negando.

Huí. Descalza. En bata. Huí como una cobarde. Sin darles un último abrazo. Sin llorar a mis muertos.

Sé que hay algo grande y monstruoso ahí fuera. Me espera. Lo encontraré y me vengaré. Solo necesito vaciar mi cuerpo de esta tristeza que me invade.